Lazos
"Os voy a contar" Junio 18, 2020.
¿Tanto tiempo ha pasado encerrado, que hasta su memoria le falla?
Antes, ningún otro podía llegar tan alto como él, y su espíritu se alzaba inquieto, ansioso por conocer cada uno de los secretos que la naturaleza escondía. Hoy, sin embargo, no era más que un pobre animalillo cansado, casi sin fuerzas para levantar el vuelo.
Desde hacía mucho, no dejaba de preguntarse por qué ya no salía el sol. No podía observar más luz en aquel mediocre salón que el pobre destello que dejaban entrar esas ventanas de cristal translucido, junto con el suave alumbrado de una pequeñita lámpara de marfil perfectamente centrada en el escritorio de madera.
En lugar del canto de otros pájaros, el ya enfermizo y lento paso de un enorme reloj de pared resonaba fuertemente. Ese monótono y molesto toquecito que marcaba cada segundo, cada minuto y cada una de las horas que ocupaban el día y la noche de aquel hermético cuarto, comenzaban a impedirle pensar con claridad… Había llegado a tal punto, que en su cabeza solamente rebotaba y rebotaba una y otra vez ese maldito Tick-Tack, Tick-Tack, arrebatando el sitio de todo lo demás.
A veces, el dueño de la casa pasaba para ver si todo estaba en condiciones, y ese era el único momento en que podía dejar de sentirse tan sumamente solo. Ese joven no tenía un mínimo interés en prestarle atención a un animalucho de tres al cuarto. Por el contrario, perecía preferir verlo encerrado, y de vez en cuando, se dignaba a traerle agua y comida. Era una tortura. Días enteros sin probar bocado, y teniendo que esperar a que un niñato decidiera dejarse caer por el lugar. “Que lamentable” pensaba, “Que lamentable tener que esperar la llegada de tan despreciable persona para sentirme un poco menos vacío”.
Y así, día a día, paulatinamente, sus recuerdos se iban desvaneciendo, pero él sabía que nunca podría olvidar a quién durante largos años, sí supo cuidarlo con esmero y mucho cariño… Porque sí, no siempre estuvo en manos de aquel descuidado muchacho.
Tiempo atrás, una afable anciana había salvado la vida del pajarito, que, tras una mala caída, no podía alzar el vuelo por culpa de una herida en su ala. La mujer lo recogió y, con todo el afecto del mundo, se ocupó de él. Fueron pasando los días, las semanas, incluso meses, pero ya habiéndose curado totalmente, y aunque tuvo opción de marcharse y volver a la naturaleza, sentía que todo eso ya no le llenaba… Pues se encontraba en casa.
Aquellos días brillaban, lucían otro color. Sí, tenía su jaula, pero curiosamente pasaba más tiempo fuera de ella que en su interior. Además, no vivía encerrado en un pequeño cuarto sin luz y con ambiente cargado de polvo. No. La casa tenía en gran parte sus puertas abiertas, las ventanas daban paso al sol, a la luna… Y se respiraba un aire limpio que invitaba a volar.
A pesar de tener vía libre cuando la anciana abría la pajarera para revolotear donde él quisiera, prefería quedarse con ella y disfrutar de su dulce compañía. Casi podía afirmar estar enamorado de esa risa, del cuidado que tenía al acariciar sus plumas, o de esa luz y esa alegría que desprendían sus ojos. Pero era otro tipo de amor, algo mucho más profundo, algo diferente… Años viviendo en aquel pequeño paraíso le hacían sentirse tan libre como lo había estado antaño en el exterior.
Sin embargo, hubo un momento en que se dio cuenta de que su compañera ya no estaba bien. Lentamente, iba apagándose y él lo notaba cada día un poco más… En su impotencia, solo pudo ser un espectador, pero habría hecho cualquier cosa por evitar aquello. De este modo, llegó un día en que otros humanos tuvieron que llevársela y ya no regresó más. Lo próximo que supo fue, cómo aquel despreocupado chico, aún muy joven, tomó la decisión de dejar al pájaro en esa pequeña habitación, que sería de allí en adelante su nuevo “hogar”.
Desde entonces, parte de su tiempo lo dedicó a estudiar minuciosamente, mirando a través de su jaula, todo lo que le rodeaba. Al principio había tratado de escapar, pero a esas alturas ya no se sentía con la suficiente fortaleza como para intentarlo de nuevo. Además, aquellas ventanas pocas veces se dejaban abiertas, y cuando así ocurría, un muro de barrotes impedía cualquier movimiento sospechoso de su parte. “¿Para qué? ¿De qué sirve ya pretender huir? Si no vas a ir a ninguna parte… “
Cada intentona por salir de aquel lugar había fracasado, y ya no le quedaba confianza a la que aferrarse, ni una pequeña esperanza siquiera.
El tiempo pasa factura, y llega un momento en que las alas no quieren abrirse, las patas se van quedando rígidas, el canto suena diferente, la vista se nubla, se confunden los sonidos, las plumas pesan y se tornan una carga… Y cuando llegó ese momento para el pajarito, ya lo había comprendido todo. Volvería a volar, a recorrer prados y bosques, sentiría de nuevo la fresca brisa de la mañana, la siempre súbita lluvia del verano, el calor del sol y la tibia luz de la luna. Podría ver a los suyos, oírlos entonando juntos una vez más. Y por último… Volvería a encontrarse con su vieja amiga, allá donde estuviera.
Yo maldigo muy a menudo el día que el humano metió la mano por vez primera, y rompió para siempre el delicado equilibrio que dispuso la naturaleza para todas las criaturas. Ansío impaciente la llegada del meteorito.
ResponderEliminarSi, yo a veces también lo pienso... Lo del meteorito digo. Los seres humanos somos el cáncer de este planeta.
EliminarNunca entenderé cual es el placer de tener un animal encerrado. Un gran relato cargado de mucha verdad. Un abrazo.
ResponderEliminarEs muy triste la verdad... Yo tampoco puedo entenderlo. Muchas gracias por tu comentario. Otro abrazo.
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